Mirad el Corazón de Jesús: está abierto en lo alto, para denotar que siempre estaba dirigido hacia su Eterno Padre, siempre conforme a Su Voluntad y dispuesto a cumplirla incluso con el sacrificio de su propia vida. También vuestros corazones deben estar abiertos arriba y cerrados abajo; es decir, cerrados a todas las cosas de la tierra, y abiertos solamente a las del cielo (…).
El Corazón de Jesús está ceñido de espinas, y de espinas debe estar rodeado también el vuestro (…). Quien ama hacer su propia voluntad, quien sigue el camino ancho, quien en esta vida quiere coronarse de rosas, no irá al paraíso. Si queréis ir allí y gozar un día con Cristo, debéis, siguiendo Su invitación, tomar vuestra cruz, renegar de vosotras mismas y seguirle.
El Corazón de Jesús está coronado por una cruz, aquella misma cruz que Él amó tanto, que durante treinta años quiso llevar oculta en su corazón, antes aún de ser clavado en ella. La verdadera esposa de Jesús también lleva su cruz, pero en el corazón, no en la mano, no sobre la cabeza; es decir, no la ostenta, no muestra a todos lo que tiene que sufrir; la esconde en el corazón porque la ama, porque le es querida, y teme que alguien se la arrebate. Ahora os pregunto: ¿Amáis vosotras la cruz? ¿Os gusta la cruz? Si es así, estaréis alegres incluso cuando os traten mal, cuando os humillen, cuando os acusen injustamente, cuando, cansadas del trabajo, ya no podáis más, cuando sin culpa vuestra las cosas salgan mal, cuando todo vaya en contra de vuestros deseos. Si en estas ocasiones no os alegráis, es señal de que no amáis la cruz, que no la habéis plantado en vuestro corazón, que no queréis ser crucificadas con Jesús.
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